Cuando la pasada semana me enteré que para ir al quinto partido de la final de fútbol sala había que recoger una entrada, al salir del trabajo me dirigí a las taquillas del Barça para hacerme con una.
Parece una decisión mucho más sabia que no como hace años que sólo las daban el mismo día del evento balonmanístico en cuestión.
Total que ayer, y como no me fiaba mucho del respeto por las butacas, me fui con tiempo también para evitar atascos de la operación retorno del puente (no encontré ni a Dios por las carreteras) y estaba en la puerta de acceso para la apertura de puertas una hora antes del encuentro y previa consumición del Durum de rigor.
Total, que con mi billete en mano me encamino a mi localidad y me planto justo detrás de una enorme viga que me tapa una de las porterías. Ni corto ni perezoso, me muevo cinco o seis sillas hacia la derecha para centrarme respecto al terreno de juego y allí que me quedé.
Y es que el Palau Blaugrana es un engendro maravilloso desde el punto de vista romántico pero lamentable desde el punto de vista funcional.
Como no entiendo demasiado del fútbol indoor, no hablaré del electrizante match sino que lo haré del deporte en general.
En mi opinión, la velocidad endiablada a la que se juega hace que sea un arma de doble filo ya que el hecho de que se puedan marcar goles en combinaciones de tres o cuatro segundos le quita parte de la anticipación que normalmente se siente cuando se está cociendo un gol en el fútbol 11.
Por otro lado, las variantes del fútbol sala incluyendo lo del portero jugador (aunque eso del portero-delantero estaba ya inventado cuando de pequeños jugábamos en los parques) aportan una diversidad infinita. Un auténtico juego de estrategia con decenas de jugadas preparadas para desarrollar como si fuese con un tiralíneas.
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