Hace unas semanas en un curso de comadronas/llevadores una compañera y amiga de la Mónica le dijo que estaba estudiando filología inglesa.
El porqué es bien sencillo. Alega que de mayor no quiere ser comadrona.
Primero llegó la estupefacción. Una persona que se saca una diplomatura, oposita para tener dos años más de especialización, vuelve a opositar para conseguir una plaza fija y cuando tiene todo eso conseguido, se da cuenta que no es lo que le va a llenar en la vida.
Tras la estupefacción llega el despreciar la decisión por absurda.
Y tras el desprecio llega la admiración. Alguien que no se conforma con lo que tiene y va a por lo que desea es digno de respeto. A lo mejor es que por lo general y a la que tenemos un trabajo estable, nos faltan güevesillos (que diría Ruiz-Mateos) para buscar una mejora.
Además en el caso anterior tiene la red de seguridad que si al final no se gana la vida con traducciones o comentarios de texto de Shakespeare siempre puede volver a su anterior puesto de trabajo.
O sea, que ante la perspectiva de que nos quedan unos treinta años de trabajo (y subiendo) vale la pena el preguntarse si te ves haciendo lo mismo esa pila de años.
Si pensamos en unos de esos zagales que con 16 años ya han aprendido en las aulas todo lo que tienen que aprender. Bueno, de hecho aprender sería mucho decir. Dejémoslo en que han oído todo lo que tenían que oír. Bueno, quizá tampoco lo hayan oído del todo. Bueno, es igual.
El caso es que deciden lanzarse al mundo laboral y pagarse sus propios porros o realizar el salto a la coca. Y ahora imaginamos un mundo idílico con pleno empleo y un trabajo de por vida.
Pues al paso que van las cosas el tipejo en cuestión se jubilaría con 70 años después de 54 en su puesto de trabajo o lo que es lo mismo, 18 trienios.
Y la satisfacción de saber que es la persona que mejor y más rápido atornilla una rueda a una silla.
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